25.12.13

El señor de las moscas

Me preguntan sobre la teoría detrás de la novela El señor de las moscas de William Golding.
Fotograma de la adaptación de 1963 de la novela de Golding,
con los niños convertidos en salvajes de caricatura.
El señor de las moscas es una novela del premio Nobel de literatura William Golding que tiene como premisa que el ser humano es esencialmente una bestia inmoral apenas contenida por la civilización por medio de la opresión. La historia es de un avión que cae en una isla y sólo sobreviven niños o preadolescentes que inmediatamente caen en una espiral de brutalización, de salvajismo y de ambición, dividiéndose en dos grupos que se comportan como tribus de cavernarios de película de serie B de los años 50, matándose entre sí, torturándose y destruyendo el bosque con un incendio.

Es como la imagen en espejo del buen salvaje de Rousseau. Rousseau pensaba que el ser humano tenía un origen bucólico, pacífico, forestal y bailarín, como el paraíso de los ecologistas New Age, y que había sido de alguna forma corrompido por el conocimiento (o sea, creía en un mito similar al del Génesis) y que la civilización lo embrutecía, de modo que había que rechazar el conocimiento y la ciencia para recuperar nuestra pureza interior. Ambas posturas me parecen profundamente idiotas.

El ser humano no es ni lo uno ni lo otro, es un ser muchísimo más complejo con capacidad de ser muy bueno y muy malo, pero en los extremos. La mayoría es simplemente gente buena con sus mezquindades y defectos, pero que no suele matar a sus congéneres ni torturar a nadie ni cosa similar.

He contado que esto me llevó a un enfrentamiento hace como 20 años con Margarita Landi, la famosa reportera de sucesos, con la que me pusieron en una inesperada mesa redonda nocturna en Corvera de Asturias.

Yo no sabía quién era esa señora, era la primera o segunda vez que venía a España a la Semana Negra, invitado por mis novelas policiacas, y me molestó que esa dama que fumaba pipa dijera que el ser humano era un asesino por naturaleza. Cuando fue mi turno para hablar le pregunté cuántas personas de su familia habían matado a alguna persona. Se indignó muchísimo y dijo que en su familia no había asesinos. Le pregunté entonces que cuántos asesinos había entre sus amigos y compañeros de trabajo, cosa que tampoco le gustó y negó vigorosamente que hubiera asesinos en su entorno. Comenté que yo tampoco conocía a asesinos en persona, salvo a uno que vi fugazmente un día, ya anciano, y con base en ello argumenté que ella se equivocaba en su pomposa y llamativa frase porque la mayoría de los seres humanos no habían asesinado a nadie nunca, y que su visión era limitada, escandalosa e injusta.

Lo único que atinó a decir, muy molesta fue que cómo me atrevía yo a contradecirla, si ella era famosa.