16.9.14

¿Y si no es el fin de una era?

(Foto CC Visitor7 vía Wikimedia Commons)
El fin de los tiempos, el fin del mundo es uno de los elementos fundamentales de cualquier movimiento basado en la fe de la gente, sea religioso o político, como lo expone de modo brillante Matthew Kneale en su excelente An Atheist's History of Belief, una historia de las religiones y formas de pensamiento afines desde la perspectiva de la no creencia.

El fin del mundo puede ser muchas cosas, como decía el venerable maestro Nasrudín, protagonista de numerosas historias y anécdotas del sufismo (1). Puede ser el juicio final cristiano, aunque resulta que después de ese juicio final las cosas siguen, es decir, no es un final-final, sino un hito que termina con el ciclo del cambio para inaugurar una era inamovible, el reino de dios. Puede ser el fin de la conciencia que preconizan los budistas y que representa el salto al Nirvana. Puede ser el fin de nuestro planeta por alguna catástrofe natural o artificial, ahora o cuando el Sol se expanda y lo convierta en cenizas dentro de 5 mil millones de años. Puede ser una revolución que deponga a un rey. Puede ser la conquista por parte de una potencia extranjera. Puede ser el paso a un mundo de tinieblas como el Hades de los griegos o el Mictlán de los aztecas.

Más que el fin del mundo es el fin de los tiempos, o de una era.

O puede ser simplemente el fin del sufrimiento y la inauguración de un futuro venturoso, donde no existirán los problemas que nos plagan, nos sacan canas, nos impiden dormir y nos hacen la vida a veces detestable.

Pero advertir del fin del mundo, o del fin de los tiempos, o de una era, siempre ha sido una forma garantizada de atraer seguidores para quien tiene la desfachatez o la convicción de prometer una vida mejor a los suyos cuando pase el armagedón.

Todo movimiento político tiene por objeto buscar un futuro mejor para la sociedad en la que se desarrolla. Algunos se distinguen por prometer un fin de los tiempos que de una u otra forma que llevará al paraíso final, y muchos pensadores, como Bertrand Russell los han identificado con movimientos religiosos más que con acciones meramente políticas. El marxismo establece una hoja de ruta que lleva desde la revolución armada del proletariado hasta el establecimiento de una sociedad perfecta, sin clases, sin estado, sin leyes... una especie de anarquismo pacífico mundial. El hombre nuevo del mundo nuevo, frase recurrente. El independentismo suele afirmar que la independencia marcará la diferencia entre una situación desagradable y un pequeño paraíso en la tierra, donde los independizados serán felices, prósperos y más buenos que sus enemigos (y poco importa que la historia nos demuestre que eso no ha ocurrido en realidad salvo excepcionalmente). El militarismo con frecuencia establece que una vez que se derrote, humille o aniquile al odiado enemigo, todo será bueno, sus seguidores serán prósperos y felices.

Los nuevos movimientos políticos que en gran parte se originan en un sector marginal (en número y en relevancia política) de la izquierda, que busca reinventarse para rescatarse de una historia de pocos éxitos y muchos desastres, sobre todo económicos, y que buscan presentarse renovados como una opción "ni de izquierda ni de derecha" en todo el mundo (desde Occupy Wall Street hasta el 15M) tienen claramente una visión milenarista o apocalíptica: estamos ante el fin de los tiempos. De unos tiempos, al menos. Y la ilusión es tan potente que incluso otros sectores de la izquierda, tradicionalmente más apegados al análisis racional y evidencial de la realidad, parecen estar cayendo bajo la influencia de la promesa milenarista.

Arrepentíos, el fin está cerca, es el mensaje, pero desde el punto de vista político y no religioso. El modelo está caduco. ¿Cuál modelo? El modelo económico capitalista y el modelo político de la democracia. El modelo de trabajadores contra patrones, del enfrentamiento de clases, de la izquierda y la derecha, del progresismo y de la reacción, de la justicia social y la injusticia social, del laicismo y de la religión. Ya no sirven, ya no responden a las necesidades y deseos de "la mayoría" de la población. Ya no tienen capacidad de resolver problemas. Hace falta un modelo nuevo, que es más o menos una economía socialista nebulosa y una democracia directa asamblearia sin ideologías.

Esta visión es compartida por muchos en todo el mundo occidental. La sola búsqueda en Google de "modelo caduco" nos informa que lo es, a ojos de unos u otros, el capitalismo, la constitución española, la negociación colectiva sindical, Fitur, el peronismo reciclado de Cristina Kirchner, el sistema de propiedad intelectual, la federación de baloncesto, el sistema educativo español, el libre mercado, los partidos políticos, el comunismo y prácticamente cualquier cosa que se nos ocurra. Todo está mal, todo se está cayendo a pedazos y necesitamos a alguien que nos salve para no ser tragados por la tierra cuando se abra.

No se trata de debatir ahora si los nuevos movimientos tienen o no futuro político, si son honestos (ciertamente algunos no lo son, habiendo reunido en poco tiempo un catálogo de mentiras que cualquier otro político habría necesitado años para acumular), ni siquiera si sus propuestas son viables (algunas al menos ciertamente no lo son). Se trata de determinar si su aproximación a los problemas que vive la sociedad en la que se desenvuelven es lo bastante rigurosa como para ameritar que confiemos en ella. Sobre todo cuando el mensaje es tan contundente y de tantas posibles consecuencias: Es el final de una era y nosotros somos los responsables de inventar el futuro prácticamente a partir de cero porque todo lo que había antes es inservible, ayúdanos a salvarte.

El adanismo

Fue Ortega y Gasset quien creó el necesario neologismo "adanismo" para denotar a la actitud que pretende empezar todo desde cero, descontando el pasado como un error sin nada rescatable. En cierto modo, su epítome es la experiencia del joven que descubre el sexo y cree que lo está inventando todo, que sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos y básicamente todos los seres humanos antes de su generación nunca disfrutaron como él, nunca se lanzaron a las audaces y originales prácticas que él está experimentando y eran, vamos, el summum de lo ñoño y lo aburrido. Luego de mantener esa ilusión un tiempo, en algún momento de su vida se encuentran con algo como, digamos, los templos de Khajuraho, y tienen que replantearse su visión del pasado. Dejan de ser adanistas sexuales.

Friso en uno de los 20 templos de Khajuraho, Rajastán, India
(Foto CC de Dennis Jarvis, vía Wikimedia Commons)
Y el adanismo es uno de los males del mesianismo político. La idea de que todos los que en el pasado han estado a cargo de la administración de la cosa pública son ineptos, malvados, corruptos, estúpidos, miserables, desinteresados del bienestar colectivo, desorganizados y truhanescos... o preferiblemente todas las anteriores, y que para resolver las cosas basta quererlo, tener lo que llaman "voluntad política", llegar al gobierno y hacer las cosas distintas o, simplemente hacer lo contrario que hicieron todos los que vinieron antes. Vamos, que las soluciones son sencillas e indoloras y el que dude será vituperado, humillado y se le excluirá del paraíso.

Lo que nadie parece plantearse como tema de reflexión, y que uno pensaría que es razonable tener en cuenta en el cálculo de probabilidades, es si estas afirmaciones son fiables y se ajustan a los hechos con base en datos, cifras y valoraciones históricas y económicas sólidas. Es decir, si realmente el sistema se está desmoronando, si realmente su caducidad es inevitable, si estamos ante un final de los tiempos, o si estamos sólo ante una crisis cíclica de la que saldremos sin saber qué hacer. Aquí, claro, no hay respuestas, sólo preguntas

Repetiré una idea que ya he comentado sobre la forma en que nos enfrentamos a los hechos a nuestro alrededor. El primer paso para cambiar las cosas es detectar debidamente un problema o una situación indeseable. Una vez identificado el problema, procede diagnosticar sus causas. Y ya con ese diagnóstico, si es exacto, se puede proceder a solucionar las causas para hacer desaparecer, de raíz, el problema.

Ese camino, sin embargo, está lleno de peligros para cualquiera, independientemente de su buena fe.

Primero, podemos detectar un problema de modo parcial o incorrecto. Por ejemplo, un paciente puede percibir un dolor en el brazo izquierdo y una sensación de ahogo en el cuello y es necesario tener cierta experiencia médica para saber que el problema no es ése, sino que se trata de un ataque cardiaco. Por poner un ejemplo, en Europa está generalizada la idea de que estamos en una crisis económica de orden mundial, cuando los datos señalan que la mayoría de los países no sólo no están en crisis, sino que no pocos gozan de una maravillosa salud económica. De 219 países, 145 crecieron 2% o más en 2013, 117 de ellos crecieron más del 3% y sólo decrecieron 21... entre ellos, esperablemente, España, Italia, Portugal y Grecia... y 52 de ellos vivieron realmente un boom con un crecimiento económico del 5% o más. Pero sólo dos países europeos pequeños tuvieron un crecimiento de más del 5%: Moldavia y la Isla de Mann.

Vamos, que la crisis es "más mundial" cuando nos ocurre a nosotros, o al menos ése es el truco que nos juega nuestra percepción.

¿Es o no una crisis mundial? Habría que demostrarlo, por supuesto. Yo no sé si es el caso o no, no conozco todos los datos relevantes, pero los pocos que tengo me indican que es probable que no lo sea. Desafortunadamente parece ser que los que denuncian el problema tampoco tienen los datos, aunque ello no parece ser un obstáculo para que anuncien el fin de los tiempos y el sobrevenimiento de una nueva era con ellos en el papel protagónico.

Si no es una crisis mundial, si no es posible, por ejemplo, esperar que otros países se unan a acciones políticas inéditas, sean audaces o irresponsables, da igual, el análisis debe cambiar. Si resulta que el caso de España es demasiado único como para identificarlo con los de otros países con problemas económicos (Grecia, Chipre, Italia y Portugal vienen a cuento porque se han reinventado en el imaginario como "el sur de Europa" de modo extralógico pero que permite al menos escuchar "El sur también existe" de Benedetti y Serrat pensando que habla del parado madrileño de larga duración, que es bálsamo para el espíritu), entonces las acciones a emprender quizá deban ser totalmente distintas a las que se proponen cuando se cree, sin bases, que se tiene dominada la comprensión del problema.

Por supuesto, si el problema está mal detectado, el diagnóstico de sus orígenes puede estar muy desencaminado. La explicación estándar de la crisis económica es, precisamente, que todos los demás elementos que componen el sistema están en una decadencia acelerada e irreversible: el capitalismo, sobre todo en su versión neoliberal, la democracia, el mercado, la banca, la distribución y producción de bienes, la concepción misma de la cultura y las relaciones sociales y con el medio ambiente, como menos.

¿Y si no fuera así?

No quisiera que lo siguiente fuera tomado como una defensa del neoliberalismo, que he combatido desde antes de que la palabra se hiciera conocida en España, cuando las políticas de Reagan y Thatcher destrozaron a México en un delirio de privatizaciones, con la renuncia del estado a sus responsabilidades sociales y con la firma de un tratado de libre comercio brutalmente desequilibrado que el gobierno jamás intentó negociar de un modo menos lesivo. Una política económica que derivó en la crisis mexicana de 1994 que afectó a todo el mundo con el llamado "Efecto Tequila" y que fue un desastre de proporciones tales que junto a él la crisis europea actual palidece (sin despreciar el dolor individual que causa la crisis y que en todos los casos es igualmente importante y terrible).

En pocas semanas a partir del 20 de diciembre de 1994, la moneda mexicana se devaluó en más
de 50% y los tipos de interés alcanzaron el 140% anual, dejando sin casa a millones y con
deudas impagables a otros tantos.
Por otro lado sé que, vista con mala fe, indecencia y falta de escrúpulos, cualquier afirmación puede ser retorcida hasta convertirla en una condena (en realidad preestablecida) al que la hace, así que tampoco intentaré condescender con quienes estarán en desacuerdo con este artículo incluso antes de leerlo.

El capitalismo ha tenido numerosas crisis en las cuales, por cierto, hubo bancos que quebraron y sus ahorradores perdieron su dinero o tuvieron que ser rescatados con dinero público, algo de lo que mucha gente no parece estar consciente, creyendo que las crisis se inventaron cuando quebró Lehman Brothers.

Sólo en el siglo XIX tenemos el pánico de 1819 en los EE.UU., el pánico de 1825 en el Reino Unido, el pánico de 1837 nuevamente en EE.UU. con una depresión de 5 años; el pánico de 1847 nuevamente a cargo de los británicos, el pánico de 1857 en EE.UU., el pánico de 1866 a nivel internacional debido a la quiebra de Overend, Gurney and Company de Londres, una depresión prolongada que se inició en 1873 con otro pánico en EE.UU. y que incluyó nuevos ataques de pánico en 1884, 1890, 1893 y 1896. Esto dejó listo al mundo para el siglo XX con una recesión en 1901, otra en 1907, el desastre de Wall Street en 1929 y su consecuente depresión de diez, el desastre petrolero de 1973, crisis bancarias en el Reino Unido en 1973–1975, en Japón en 1986–2003, en Israel en 1983, el lunes negro de 1987, la crisis de las cajas de ahorros estadounidenses que ocupó las décadas de 1980 y 1990 (y costó 220 mil millones de dólares de entonces, 330 mil millones a precio de hoy), crisis en los 90 en la India, Finlandia, Suecia, México, Asia y Rusia, culminando con el "corralito" argentino en 1999.

El punto es que en todas esas crisis se predijo fallidamente el derrumbe del sistema capitalista y de mercado. De hecho, las predicciones de Marx se desprendieron de su análisis de las crisis de 1819 y 1837. Para él, el colapso del sistema era inminente.

Pero, se nos dice, hoy las cosas son distintas. Por ejemplo, la cultura, la educación y los grandes valores espirituales "se han convertido en mercancía", se ha caído en un materialismo que no es ni el filosófico ni el dialéctico, en un consumismo inédito que amerita intervención.

¿Es así? ¿Esto ocurre desde que comenzó la crisis, o desde el siglo XX; desde la revolución industrial, desde el Renacimiento o desde cuándo? ¿En qué momento podemos decir que el valor de intercambio no influía en la creación del arte, en la cultura, en la educación? ¿Podemos estar seguros de que el pintor de Altamira no obtenía beneficios materiales a cambio de su labor? ¿Podríamos decir que esa obtención de beneficios materiales es ilegítima o malévola, o la asumimos como el pago a un trabajador que tiene derecho, como todos los trabajadores, a una remuneración justa y creciente de su trabajo? ("Creciente" es un concepto importante,  para ello se hace la organización social, sindical, gremial y de barrio.)

Si resulta que las cosas fueron mercancías siempre, o durante mucho tiempo, no lo sé, pero lo parece a primera vista; si en Babilonia, como era el caso, el templo del sol era el banco y si los ciudadanos griegos y los patricios romanos vivían de prestar dinero, si pintores, compositores, actores, profesores y demás cobraban siempre por su trabajo, ¿acaso tenemos un problema de percepción de la realidad?, ¿o es que no sabemos suficiente historia (quizá nunca sabemos suficiente historia)?, ¿o es que realmente la etapa neoliberal del capitalismo (una reacción que busca arrebatar a las mayorías de concesiones que se le hicieron preventivamente porque parecían fuertes mientras que ahora parecen débiles y poco amenazantes) ha representado un cambio cualitativo en la relaciones económicas? ¿Y si queremos cambiar esto, no amerita soluciones más audaces que una especie de vuelta a un pasado bucólico inexistente, característica de todos los movimientos pastoriles, sino plantear realmente cómo se pueden superar esas tendencias que parecen dominar la historia? ¿O si no se pueden erradicar, cómo se puede administrar el estado para que no lo dominen todo sin brida ni responsabilidad social alguna? ¿Qué se hace, cómo se hace, quién lo paga y quién se beneficia?

La respuesta a estas y a muchas otras preguntas que faltan, claro, y que pueden y deberían plantear personas mucho mejor informadas, nos indicaría caminos distintos a tomar que los propuestos para enfrentar la situación y sacar de ella el mejor provecho posible para las mayorías (que es lo que quiere la izquierda, yo no sé qué quiera la "ni-derecha-ni-izquierda") e impedir que salgan beneficiadas a costa de las mayorías las peores élites, los peores empresarios, las aristocracias acostumbradas a mandar y sus siervos (que es lo que quiere la derecha, claro).

Si el diagnóstico es incorrecto, el tratamiento propuesto del problema tiene aún más probabilidades de estar equivocado. Gravemente equivocado. Y entonces respaldarlo puede ser igualmente erróneo.

¿Y si nos equivocamos?

¿Qué pasa si tampoco se hacen realidad las predicciones esta vez y entonces, como sociedad, tenemos que seguir lidiando en el futuro con el capitalismo neoliberal y los retos que plantea su regulación desde un estado representativo electo por mayoría? ¿Qué pasa si los políticos siguen siendo, independientemente de sus ideas originarias, que en general nunca parecen haber sido relevantes una vez que se tiene el poder (Napoleón era un revolucionario, no lo olvidemos), individuos situados a caballo entre la presión de unas mayorías poco poderosas económicamente pero que demandan representatividad e intervención en las decisiones basadas en su número y unas minorías poderosas económicamente pero que no tienen la fuerza del estado? ¿Cuáles serían las propuestas o formas de acción razonables en ese caso? ¿Qué se podría aprender de lo acontecido para tomar decisiones políticas que reviertan el daño y logren algo o mucho de lo que las mayorías quieren, pero en condiciones de un "no-fin-de-los-tiempos"?

Los que nos informan que el problema es generalizado y sus causas son un agotamiento de ciertos modelos -o todos- y cuál es la solución que de su mano nos llevará a un mañana dorado en que los ríos manarán leche y miel, nos regalarán dinero y todos seremos hermanos parecen demasiado seguros de sí mismos, demasiado convencidos de su aprehensión en exclusiva de la verdad, demasiado poco dispuestos a plantearse la posibilidad de estarse equivocando. Eso puede ser sumamente atractivo para quienes están desesperados porque la crisis se haya cebado en ellos especialmente, y hay muchos, y la promesa es seductora. Pero no es sano. Esa alerta de la posibilidad de error, de la falibilidad humana que tienen los científicos siempre en su trabajo (y que cuando falla provoca ridículos históricos) no parecen tenerla personas como los políticos, los politólogos y los mesías. Y son ellos los que con frecuencia conducen a las sociedades a acciones que resultan remedios peores que la enfermedad, o a abrazarse a creencias irracionales que, al desvanecerse, representan un golpe feroz a la mejor buena fe de sus seguidores sin, además, mejorar su situación en lo más mínimo.

Pasa, ha pasado. Nada garantiza que "esta vez no pasará", nada nos asegura que realmente "yo soy distinto", que finalmente nos lo han dicho todos.

Despreciar la posibilidad de estar equivocados cuando se lanza a parte de la sociedad a un proceso acelerado de "ya veremos", que pretende inaugurar el paraíso sin haber construido sus cimientos y que está preparando el funeral de un sistema que ha demostrado ser bastante resistente, podría ser un error.

Quizás haríamos bien en plantearlo, por políticamente incorrecto que sea, y exigir respuestas a preguntas que no se están haciendo.

Yo creo.
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(1)
Alguien preguntó al mulá Nasrudín:
—Nasrudín, ¿cuándo llegará el fin del mundo?
—¿Cuál fin del mundo? —contestó el maestro.
—¿Qué quieres decir? ¿Cuántos fines del mundo hay?
—Dos —dijo Nasrudín—. Si muere mi mujer, ése es el fin del mundo menor. Si muero yo, es el fin del mundo mayor.