30.1.18

Cenar con Fidel

Era la segunda vez que iba yo a Cuba, pero no lograba sacudirme una sensación de poderosa irrealidad, de ser Alicia en el País de Nosébienqué. Y es que era -y supongo que es- imposible saber qué. Curiosamente, en mi primera visita, un año atrás, en el Encuentro Tres Fronteras de Literatura Policiaca, había yo sido testigo de una alucinante asamblea en la preciosa casa de la UNEAC en La Habana donde se había "analizado" la película Alicia en el Pueblo de Maravillas, de Daniel Díaz Torres, y escritores cuyo pensamiento no sólo conocía yo, sino que compartía y eran asunto de largas conversaciones igual en México que en La Habana, de pronto defendían la censura a la película y otros miraban al techo buscando murciélagos y callaban estruendosamente. ¿Por qué? ¿Qué pasaba? Mi ingenuidad hallaba increíble el doble discurso, la obligación que tenían mis amigos de opinar lo que debían en público aunque ya en casa las cosas fueran distintas, y en el piso de Justo Vasco o de José Latour o de Arnaldo Correa o de algún otro que no menciono porque sigue en la isla, opinaran de otro modo y del lado de lo correcto.

La sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en La Habana.
Ir a Cuba era -no sé si aún es- como ser invitado a bailar un ritmo que uno desconoce. Le pueden explicar los pasos (un-dos-tres, vuelta cuatro-cinco, pasito, seis-siete-ocho, alto... un-dos-tres...), pero, cuando trata de hacerlos torpemente, su profesora le tiene que tirar de aquí, empujar allá, mostrarle el paso y estar a punto de echarlo a uno al suelo tropezándose con sus propios pies. Los amigos, loso amigos eran los que te decían para dónde y cómo y cuándo y si callar alto o callar bajito, si preguntar o mejor no molestar porque los signos de interrogación los tiene alguien bajo llave y los tienes que pedir con un escrito por quintuplicado dirigido al Ministerio.

No exagero. Lo juro por las noches en el asombroso ático de Juan Carlos en el Vedado.

Y lo supe con claridad, lo he contado, aquella mañana de 1989 cuando el agregado de prensa de la embajada de Cuba en México madrugó para recibirnos (a quienes formábamos un grupo de editorialistas que hacíamos desayunos políticos en el Hotel Reforma), con un pulcro expediente que explicaba por qué Cuba había fusilado a Arnaldo Ochoa. No sé con quién entraba yo al restaurante del hotel cuando vimos al diplomático cubano, pero ese compañero me dijo: "Ya fusilaron a Ochoa". De allí en delante, todo era cuesta abajo conmigo, lo admito.

Alguna vez conté mal que esta noche en concreto había ocurrido en el Encuentro Tres Fronteras de La Habana. Error mío. El Tres Fronteras había sido el año anterior, y allí anduvimos con autores estadounidenses de contrabando por La Habana y en memorable visita a la Finca Vigía de Hemigway, y fue la ocasión de mi nanoparticipación en el tráfico de moneda en la isla, años en que el dólar estaba prohibido para el cubano de a pie. Esta vez era 1992 y estábamos allí invitados a la Feria del Libro de La Habana. Recuerdo que nos alojábamos en los gemelos hoteles Tritón y Neptuno, y que el día de la marejada vi venir, saliendo de las olas visibles entre los dos hoteles, la redonda figura de Manolo Vázquez Montalbán, que se había ido a nadar jugándose el pellejo. Le dije que estaba mal de la cabeza metiéndose a un mar así, pero él me hizo a un lado con "El agua está cojonuda" y se fue a desayunar.

Los hoteles Neptuno y Tritón.
A casa de Justo Vasco se podía llegar a pie, pero el día anterior, cuando la marejada fuerte, era un río por el que pasaban zodiacs rescatando gente. Lo contaba Justo señalando por la ventana mientras su hijo Enrique armaba ordenadores con las piezas que habíamos metido de estrangis a la isla para que los amigos pudieran seguir escribiendo sus novelas, sus cuentos. Con las piezas de ordenador y diskettes y demás había objetos aún más arcaicos: cintas de máquina de escribir pedidas por uno u otro escritor cuyos manuscritos ya eran demasiado fantasmales, papel sencillo y blanco, lápices, bolígrafos...

Esa marejada inundó la Casa de las Américas, lo cual afectaba la entrega de los premios de esa institución cultural. La ceremonia programada para esa noche fue trasladada a toda velocidad al Hotel Habana Libre. Me salto muchas anécdotas para poder llegar a donde promete el título, que hasta ahora, lo sé, se ve como un objetivo lejano. Pero el Comandante, el Caballo, Alejandro, Fidel, pues, estaba allí, omnipresente. Estuvimos muy serios, escritores internacionales invitados, en la entrega de premios, cuando pasó uno de los responsables de la feria a decirnos que no hicíeramos planes para cenar. Un-dos-tres, vuelta... no, para el otro lado. ¿Qué significa eso? Buscamos a uno de los amigos cubanos para que tradujera. "Esta noche vamos al Consejo de Estado", explicó uno, que hoy es famoso, pero mucho, como si eso dejara claras las cosas. "Que cenamos con Fidel", dijo otro que, con más viajes a México, tenía más clara nuestra perplejidad.

(Un día tendré que contar cuando, en ese mismo viaje, nos invitó a cenar a la embajada de México ni más ni menos que Mario Moya Palencia, entonces embajador ante el gobierno de Castro y que de 1969 a 1976 había sido Secretario de Gobernació -Ministro del Interior- y responsable de la represión en México, dueño, pues, de nuestros expedientes de jóvenes estudiantes rebeldes y rojos, cosa que comentaba muy divertido en la cena, pues por entonces se sentía escritor.)

Terminada la premiación, efectivamente, nos subieron a un autobusito y nos depositaron en la plaza del Consejo de Estado, desde donde se nos condujo a una enorme sala de espera donde estaban, además, un congreso internacional de médicos en pleno y una delegación enorme de la patronal mexicana, la COPARMEX, que venían a ver si invertían en la Cuba a la que la URSS acababa de dejar sin su paga mensual y donde no había ni para comer, ni para vestirse ni para mantener las luces encendidas toda la noche. Era, pues, el Período Especial en su momento más gélido.

Después de una espera que recuerdo prolongada, nos pusieron en fila, cosa que confirmaba la conclusión a la que habíamos llegado en el ático de Juan Carlos, la única verdad sólida que habían dado años de debate profundo: "Independientemente del modo de producción, la burocracia es una mierda". Y la burocracia tiene como uno de sus rasgos distintivos la fila en instalaciones gubernamentales.

La sede del Consejo de Estado en La Habana.
Cuando la fila giró en una puerta, pude ver por qué avanzaba tan lento como si fuera para vacunarnos contra el cólera: Fidel estaba saludando a todos de mano. Me quedaba menos de un minuto para decidir si saludaba muy educadamente al Fidel que en la década de 1960 había inspirado a muchos en favor de la justicia y la libertad (servidor incluido) o bien le negaba la mano al dictador de gran carisma que tenía a los amigos jodidos, que era un inútil en el manejo de la economía (a ver, hijo, que Vietnam con menos ventajas en 25 años había levantado una economía mínimamente funcional, y aquí estábamos a 30 años de la toma de La Habana y no había ni para pintura), que de justicia había demostrado entender poco, pero de libertad no entendía nada y le daba palos a los que opinaban distinto. En esta decisión pesaba el que un par de días antes había yo visto en acción a una Brigada de Respuesta Rápida meterle a un chaval una paliza como para un grande. Las BRR eran -o son- grupos de militares que visten de civil dedicados a impartir sesiones gratuitas de pedagogía súbita para los más boquiflojos.

Claro que si yo decidía saludar al segundo y preguntarle si no le daba vergüenza lo que había pasado de 1959 hasta ese momento, iba a provocar un incidente diplomático de consideración, y mi embajador era quien era. Así que opté por saludar al mito, sin decirle al comandante que era evidente que todo lo que venía anunciado en el empaque de la revolución cubana era más falso que un tratamiento de cosmética francesa de mil euros.

El poeta Roberto Fernández Retamar recitaba nombres, Fidel saludaba de mano y sonreía, y un atareadísimo fotógrafo tomaba la instantánea del momento. Escuché la gravísima voz de Roberto: "Mauricio Schwarz, mexicano, escritor y periodista", y Fidel sonrió y yo le di la mano y nos tomaron la foto. Las relaciones México-Cuba habían sobrevivido a mi fugaz imagen de rebelde de la rebeldía. Le pregunté a uno de los amigos por la foto. ¿No era raro tomarse una foto con cada uno de los asistentes? Me explicó que si alguno de nosotros llegaba a ser tremendamente famoso, tenían la foto para el Granma demostrando que Fidel era amiguísimo nuestro. Mi foto, por supuesto, languidece por algún lugar del Minint.

Roberto Fernández Retamar, que había sido agregado cultural de la embajada de Cuba en México
No sé cómo fue que en la hora siguiente, antes de la cena multitudinaria (de bufete, de pie), un grupo de no más de diez de nosotros acabó en un despacho con Fidel hablando de la marejada. Era impresionante. Ciertamente era el hombre mejor informado de Cuba o, por usar una figura común en América Latina, no se movía una hoja en la isla sin que él recibiera un informe. Pero ésa, me parece, era parte de su maldición. Con cuatro informes de meteorología y cuatro de los riesgos sanitarios de la inundación de buena parte de la ciudad, hablaba como un absoluto experto en clima, aire, mar, tierra, medicina, navegación, microbiología, epidemiología y conducta humana en casos de desastre. Sin una sola duda.

Conozco el sistema. Los periodistas, y en particular los divulgadores científicos, lo usamos como parte del oficio: obtienes muchos datos incompletos pero bien vertebrados, y los hilas dando un panorama general que es verdad en lo esencial y da una idea bastante buena, con las metáforas y juegos de palabras del caso, de lo que estás tratando de transmitir, especialmente cuando estás tocando temas difíciles para el público en general: cuántica, materia oscura, epigenética. Pero uno sabe que está vistiendo a la realidad con cierto ropaje para llevar una parte del conocimiento a sus lectores. Lo peligroso sería que, luego de leerse cuatro papers y doce notas periodísticas sobre seguridad nuclear para un artículo, se creyera uno capaz de ponerse al frente de la seguridad de la central nuclear de Garoña.

Que era lo que hacía Fidel. Tan desbordante como su carisma era su arrogancia, su sensación de infalibilidad. Recordaba yo casos contados por los amigos, donde después de una explicación somera Fidel se consideraba experto en robótica (software y hardware) y tomaba decisiones que al final resultaban desastrosas. Y lo mismo en genética ganadera (algo hay de una brillante idea de cruzar ganado lechero con cárnico). En fabricación de lápices (la de Batabanó es histórica). En cultivo de mandanga, en aeronáutica, en producción editorial, en recetas de jambalaya y en geopolítica de países donde nunca puso un pie.

Fidel con Fraga precisamente en 1992.
Los hombres del poder siempre son peculiares pero siempre son demasiado iguales con poquísimas excepciones (recuerdo a dos o tres: Cuauhtémoc Cárdenas, sin duda, entre ellos). Fidel no es distinto de la mayoría de los grandes magnates a quienes les escribía yo informes anuales de sus enormes empresas (aunque, es cierto, alguno de éstos toleraba que yo le dijera que no a algunas de sus presuntamente grandes ideas), ni distinto de los presidentes del PRI como López Portillo o De Gortari, tan convencidos de su grandeza como fulcro sobre el cual habrá de apalancarse toda la historia. No son ni tan malos como creen sus adversarios ni lejanamente tan buenos como ellos se ven ante su amigo, el espejo. Hablar con Fidel era agradable porque su mayor habilidad era, precisamente, la del buen líder, el gurú, el charmer: te relajaba, te hacía sentir importante, era simpático, sabía fingir la honestidad (que, como dijo Groucho Marx, es lo más importante), el interés. Es esa capacidad singular de evocar la credibilidad que iguala, a ojos del seguidor, a Charles Manson, a Lenin, a Mandela y a Martin Luther King, por pensar en personas casi imposiblemente diferentes. Avasallaba. Pero al mismo tiempo, cualquier actitud medianamente crítica ante su despliegue mostraba al hombre fatuo, demasiado, como dice el poema de José Gorostiza: "Lleno de mí, sitiado en mi epidermis", al hombre frágil que a nada teme más que a su propio tropiezo, a aquél cuya imagen depende de la adoración de los demás. No deja de ser metafórico que el fin de Fidel comience cuando su torre de fortaleza se puso en duda con un tropezón bajando un par de escalones. Allí dejó de ser el superhombre, el de las canciones de Carlos Puebla, la luz del amanecer.

El resto de la noche fue comer y hablar. Fidel se disculpó por lo modesto del banquete (había de todo menos langostas, recuerdo) y lo atribuyó al Período Especial sin atribuirse él su casi total responsabilidad de que Cuba hubiera llegado al día de la disolución de la URSS sin ninguna capacidad de maniobra propia, y que acabara siendo salvada por los terribles y voraces hoteleros españoles atraídos por, hágame usted el favor, Fraga. Nosotros hablamos de cosas y Fidel, sin comer un bocado, se apostó en el dintel de una puerta, dos escalones por encima de nosotros, entre dos guardaespaldas impresionantes, más altos que él, hieráticos y sólidos. Allí atendió a quien quiso acercarse a hablarle, a saludarle, a pedirle u ofrecerle, como cualquier visitante a la corte, acercándose al trono para saborear el poder vicariamente o para hacerse con una esquinita del mismo, de ese manjar inmenso que es la omnipotencia. La fila ante Fidel nunca menguó mientras duró el convite.

Dos o tres horas después, el asunto se dio por terminado. Cuando salimos a la noche habanera, uno de mis amigos mexicanos se encontró con Tomás Borge, el comandante sandinista, y lo saludó efusivamente. También saludé a Borge, pese a que ya para entonces habían perdido toda autoridad moral con el saqueo de 1990, la "piñata" sandinista donde los revolucionarios se asumieron sin vergüenza alguna como oligarcas. Si hubiera sabido que Borge estaba por publicar un libro en el que loaba a Carlos Salinas de Gortari, presidente mexicano que destrozó al país en su enloquecida carrera por alcanzar la relevancia internacional como gran líder neoliberal, a él sí que le hubiera negado la mano. Pero uno nunca sabe cuán hijos de puta pueden ser los hijos de puta, qué le vamos a hacer.

Ah, sobre los amigos, los proverbiales amigos cubanos, los entrañables aunque a veces farragosos y expansivos amigos cubanos... de todos aquellos quedan en la isla dos, acaso tres. Los demás, en Canadá, en España, en Alemania, en Bélgica, en Estados Unidos, algunos murieron, los menos. Se les quiere.

Y que te lo cante Willy Colón.