5.3.18

Dictaduras para el siglo XXI


En febrero de 1692, en la aldea de Salem, Massachusets, Betty Parris, de 9 años, y su prima Abigail Williams, de 11, empezaron a sufrir convulsiones y a comportarse de modo extraño; decían que las pellizcaban y les clavaban agujas. Sus síntomas se atribuyeron a la brujería.

En realidad, nadie estaba enfermo, o no más que los demás, o no de modo especial. Salem no estaba en condiciones peores que cualquier otra aldea colonial de la época. Pero se convencieron de que el mal vivía entre ellos, que sufrían enfermedades misteriosas, que estaban bajo asedio.

En las semanas siguientes otras personas afirmaron ser víctimas de brujas. Para septiembre de ese año, 20 personas habían sido ejecutadas por brujas en la aldea de 600 personas.

Hoy vivimos en un Salem global donde las cosas no están, sin duda, tan bien como querríamos, ni tan bien como podrían estar. Tenemos numerosos problemas, distintos en cada país o región, como siempre ha ocurrido, pero las cosas no están tan mal.

Y sin embargo, decir que las cosas no están tan terriblemente mal se considera una afrenta. Decir que el Apocalipsis no está a la vuelta de la esquina, que Aníbal no está a las puertas de nuestra Roma postmoderna, resulta inaceptable.

El billete de un billón (1.000.000.000.000) de marcos.
Nadie quiere saber que no estamos como la Italia arruinada de la Primera Guerra Mundial, que dio paso a Mussolini. Ni tan mal como la Alemania que se arruinó debido a los Tratados de Versalles, esa Alemania de 1923 en la que un marco de 1917 valía un billón de marcos... un millón de millones de marcos, y donde los que tenían ahorros y los jubilados se vieron sin un céntimo, donde la clase media pasó a la miseria poniéndole la alfombra roja a Hitler. O como Estados Unidos cuando cayó la bolsa y en poco tiempo el desempleo se quintuplicó, la mitad de los empleos pasaron a ser subempleos y el PIB cayó en 40%.

Nadie se interesa porque hoy, donde se oye el grito de que hay brujas, no existe ese hambre que se mete en los huesos y se apodera de todo razonamiento, de todos los sentidos, que se convierte en el único tema para quien la padece, que empapa cada paso y cada gesto y cada mirada. Es de mala educación señalar que no hay esa desesperación que no contempla ya un futuro negro, sino un vacío helado donde sobra uno, sobran los suyos, sobran sus sueños. Resulta ofensivo comentar que no hay ese miedo estremecedor al pasar la mano sobre la cabeza de los hijos, ese miedo a la calle que cuando las cosas están mal parece -y es- una arena de lucha a muerte todos los días.

Tenemos una maquinaria diciéndonos cuán mal está todo. Mucho peor que entonces. Mucho peor que nunca antes. Es la era más negra desde que salimos de África como especie, dicen. Es el fin. Es el Armagedón.

No se trata de una conspiración, sin embargo. No es algo maquinado o planificado. No se trata de unos cuantos malvados de panfleto reunidos en un sótano al que se accede con una contraseña para emprender una labor coordinada. No es un complot.

Es casi una moda, una tendencia, un espíritu de los tiempos capaz de desafiar todos los datos, los hechos, las evidencias, los números... las verdades que se pueden defender con absoluta contundencia... haciéndolas irrelevantes, prescindibles.


¿Verdades, digo? La verdad se ha convertido en un lujo que no podemos permitirnos. Lo dicen desde académicos hasta políticos, desde periodistas hasta profesores, desde taxistas hasta camareros, desde jubilados hasta activistas diversos... desde comunistas levantados de entre los muertos hasta neoliberales avariciosos, desde cristianos literalistas hasta ateos convencidos. La verdad estorba e impide el sollozo colectivo. La mentira es mucho más cómoda y seductora. Y comprensiva. Tanto que la hemos rebautizado como "postverdad". No ha dejado de ser la misma vieja mentira, pero ahora suena más respetable.

La sensación es que todo está peor. Peor que nunca. Nunca hubo más pobreza en España, nunca hubo más desesperación en Estados Unidos, nunca hubo más angustia en Italia, nunca hubo más miedo en Inglaterra, nunca hubo más miseria en Alemania. Y el mundo en su conjunto, oh, hermanos, es la desolación estéril. Nunca hubo más hambre, más desposeídos, nunca guerras peores, nunca hubo menos democracia, nunca hubo más corrupción, nunca hubo más enfermedades, nunca vivimos menos y tan mal como ahora en este planeta, nunca fuimos tan inmorales, tan despreciables, tan indignos incluso de este valle de lágrimas, que dice el libro de los Salmos.

Trate usted de contradecir esta cosmovisión, este zeitgeist perverso, esta convicción bíblica y apocalíptica. Buena suerte.

Tome usted, en cambio, esta realidad imperfecta y diga que es la peor de la historia, señale culpables reales o imaginarios y ofrezca soluciones sencillas e indoloras. Así se edifican las dictaduras en el siglo XXI. Sin siquiera ganar elecciones, que la confusión de las ideas le puede encumbrar incluso desde la minoría. Ni tiene que disparar y arriesgarse a que le respondan del mismo modo. No necesita tener a un pueblo desesperado y sojuzgado, basta que lo convenza de que lo está. Y de que usted conoce el origen de su desgracia. En estos tiempos es fácil. Cualquier dolor busca culpables. Quien quiere el favor popular ofrece culpables. Cualquier grupo bajo asedio se encierra en su cueva y se inventa mitos nacionales, enemigos monstruosos y una desgracia mayor, siempre, que la de sus vecinos. Quien quiere el favor popular levanta banderas y canta himnos.

Y entonces usted puede recoger el fruto mientras otros invocan sin mucho público la razón, los hechos, los datos. Su tarea parece difícil. Algunos la hacen sólo porque nadie sabe cuánto durará la ilusión colectiva y hay que estar preparados para retomar el camino. Si sobrevivimos.

Y porque, claro, la brujería no existe.

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