8.3.14

Sofía Trejo Pineda, mujer trabajadora

Sofía Trejo Pineda hacia 1960.
Mi abuela no era feminista. Creo que nunca escuchó la palabra "feminismo" y no la hubiera entendido mucho (aunque los hippies le caían bien en los 70) o habría pensado que era cosa de otra realidad y otro mundo. Tampoco conoció Internet y, por supuesto, su nombre sólo aparece en la red porque alguno de mis primos lo anotó en un sitio de genealogía, pero sin más datos que su nombre y su pesada maternidad de 12 hijos de los que, como se decía en esos tiempos de incertidumbre médica, "le vivieron" 11.

La primera vez que tuve una responsabilidad de trabajo fue a los 7 u 8 años, en la sedería "La Princesa", situada en el centro mismo de la Ciudad de México, en Bolívar casi esquina con Mesones, entre el olor de las máscaras de cartón y fuerte pegamento que representaban al diablo, a Cantinflas o al Pato Donald. Ahí despachaba metros de listón, botones, canicas para los niños y otras curiosidades de la panoplia abigarrada que ocupaba el pequeño mostrador de vidrio y madera pintada de verde, la estantería de la izquierda (vista desde nuestro parapeto tras el mostrador, pequeñísimos comerciantes), el teléfono público de monedas de veinte centavos de cobre y las dos vitrinas del mismo color verde pistache apagado que colgaba en la puerta todas las mañanas mi tío Miguel para aumentar el reclamo de colores y brillos hacia el oscuro interior del diminuto establecimiento. Comíamos de la fiambrera que se llevaba para mi abuela, mi tío y el nieto o los nietos que tuviéramos la divertida suerte de estar allí ese día. Muchos pasamos por allí. Somos muchos, más de 30, los nietos de la dueña de la sedería, que nació Sofía Trejo Pineda, después fue Sofía Trejo de Huerta y, desde la muerte de mi abuelo el 6 de enero de 1930, Sofía Trejo viuda de Huerta.

En alguno de estos locales (probablemente el que tiene enfrente un letrero azul  o uno de los dos
siguientes, de muro amarillo) de la calle de Bolívar, a tres calles de la cantina "El Gallo de Oro",
estuvo la sedería "La Princesa" de Sofía Trejo viuda de Huerta, mujer trabajadora. (Google Earth)
Mi abuelo había llegado a México como tantos asturianos echados de su tierra porque no cabían todos. Cualquier tierra que poseyera la familia era para el primogénito y, a los demás, llegado el momento, se les daba un traje, un poco de dinero y un pasaje en un vapor a Cuba, Venezuela, Argentina o México. Así, Fernando Huerta Turanzas bajó de las montañas donde se encuentra Palacio de Ardisana, en Llanes, Asturias, para embarcarse hacia Veracruz, a saber en qué puerto. Me gusta creer que se embarcó en Gijón porque es la ciudad en la que vivo hace 15 años. Documentos hay pocos de aquel entonces, 1890, poco más o menos, sobre todo porque entre entonces y hoy hubo una terrible guerra civil. La partida de nacimiento de mi abuelo, sin embargo, sí que sobrevivió en la parroquia de su pueblo.

Fernando Huerta Turanzas
Fernando trabajó como trabajan los inmigrantes en todo el mundo: muy duro, mucho, muchas horas de muchos días a la semana. Logró convertirse en Don Fernando y reunir una pequeña fortuna, y decidió entonces casarse con la joven hija de sus vecinos, Sofía Trejo Pineda, de 15 años de edad que, se cuenta, cuando se enteró de que la iban a casar con el bigotudo español de 40 años de edad se puso a llorar y, para que se calmara, le sacaron una silla al corredor del patio y le dieron a leer unos cuentos de Calleja que disfrutaba mucho.

Vivieron bien, se cuenta. Don Fernando había sido tesorero fundador del Centro Asturiano de México (que ahí sigue) y hay fotos de las hijas mayores de la pareja disfrutando la fiesta de la virgen de Covadonga en los terrenos del centro. Tenía una cantina de postín en el centro de la ciudad, "El Gallo de Oro", y un negocio de importaciones de productos españoles.

"El Gallo de Oro", la cantina fundada por Fernando Huerta Turanzas en Bolívar y Venustiano Carranza, Ciudad de México, en la actualidad. (Google Earth)
Pero al morir súbitamente a los 60 años Don Fernando, los socios, amigos y demás personajes a su alrededor se ocuparon de llevarse hasta la pelusa de las alfombras. Con entre 35 y 40 años, Sofía Trejo, la sorprendida viuda, se encontró con que por no tener no tenía ni en qué caerse muerta y por tener tenía 11 bocas que alimentar, que con su 50% de genética asturiana básicamente eran de buen y mucho comer. No tenía tampoco idea alguna de los negocios de Don Fernando, ni cuánto tenía ni dónde, ni si había cuentas bancarias, guardaditos de monedas de oro, empresas, establecimientos, inversiones en México o en Estados Unidos o cualquier otra cosa que pudiera haber tenido... lo cual facilitó que a la familia la desplumaran con asombrosa eficacia.

Las niñas que estudiaban para "señoras de" en alguna escuela de monjas fueron rápidamente trasladadas a academias donde aprendieron mecanografía, taquigrafía y habilidades similares para los trabajos que antes de la Segunda Guerra Mundial eran los únicos a los que podía aspirar la mayoría de las mujeres. Los cuatro hijos varones se pusieron a trabajar, también. Pero no alcanzaba. Varias eran demasiado pequeñas para trabajar y los tiempos no eran del todo buenos.

Doña Sofía, de luto permanente hasta casi el último día de su vida, se arremangó la blusa y se puso a trabajar. ¿Qué sabía hacer? Tener hijos y atender visitantes. ¿Cuánto sabía de negocios y de la vida real fuera de la confortable casa de su bien situado señor? Nada. Aprendería.

Recuerdo una película de 8mm tomada por mi padre, y la recuerdo vivamente y sorprendido porque es de unas vacaciones en Acapulco cuando yo tendría 3 años y mi abuela nos había acompañado. En la filmación casera aparece con un vestido blanco de grandes flores rojas. La única vez que no la vi de luto, de negro con, cuando mucho, alguna blusa blanca.

Doña Sofía se puso a trabajar. ¿En qué? Los datos son confusos, pero para cuando yo atendía a los clientes de la sedería, llevaba más de 30 años trabajando duro. Tenía los sesentaytantos que se tenían en la década de 1960, es decir, una edad de achaques, cabello blanco, problemas de articulaciones, digestión complicada... nada que ver con sexagenarios como Bruce Springsteen o Mick Jagger o Jane Seymour o casi cualquiera de 60 que usted conozca hoy y que tenga la triple bendición de la medicina moderna, una nutrición más razonable y el rock como motor para seguir navegando.

Doña Sofía no tenía nada de eso. Pero era fuerte. No se le había ocurrido buscarse otro bigotón que se ocupara de su vasta prole porque al final le había gustado el primer bigotón pese a las condiciones de su enlace (comunes en la primera década del siglo XX), ni pensó en entregar a los niños a la caridad pública o monjil, ni plantarse en la calle con cara compungida estirando la mano para depender de la caridad de los peatones. Había que sacar adelante una familia, pues se saca adelante, sin derrumbarse en angustias existenciales propias de filósofo bien alimentado.

Sofía Trejo y los 11 hijos a los que sacó adelante.
Sofía, mi abuela, la sacó adelante. Mucho le habría beneficiado contar con el apoyo de otras muchas mujeres como las que hoy celebran el Día Internacional de la Mujer, saber que estaba poniendo el ejemplo de lo que luego se iba a llamar feminismo, contar con algún sustento ideológico para las noches en que el trabajo terminaba con dolor de pies y un largo camino a casa, pensar que años después habría tenido los derechos que su tiempo y circunstancia le negaron, y de entre los cuales pudo rescatar apenas algunos, ninguno sin pagar el precio.

El día que llegamos a la Luna (sí, todos), varios nietos estábamos en casa de mi abuela. Nos atraía poderosamente, le sobraba cariño, fuerza, comprensión, historias, sonrisas. Tendría más de 70 años. No sé cuántos éramos, pero algunos, ya adolescentes, estábamos sentados en el suelo, en unos cojines de terciopelo brocado rojos de un lado y verdes del otro en los que, cuando niños, habíamos escuchado los cuentos que nos contaba. Mientras esperábamos a que en la borrosa imagen en blanco y negro se viera a Neil Armstrong salir y bajar a la Luna, mi abuela nos contaba desde su silla cuando muy niña, muy niña, vio llegar los primeros automóviles a la Ciudad de México, el miedo que le daban a la gente con sus ruidos, su velocidad y sus humos. Y ahora estaba viendo al hombre llegar a la Luna. Le divertía y le satisfacía.


Doña Sofía era medio de izquierda sin saberlo. Medio rebelde sin haberlo podido expresar en voz alta. Apoyaba todo lo que sonaba a mejoría respecto de lo que había vivido. Y un día a los ochenta y tantos, después de comer, subió a su habitación para dormir una siesta y ya luego ver alguna telenovela, el noticiero, cenar, recibir del trabajo a la hija que vivía con ella (casi todas sus hijas, claro, trabajaron siempre y duro, unas más pobres que otras, pero todas ajustadas al ejemplo de Sofía, arremangándose porque si hay que remar no se piensa en remar, sino que se rema). La siesta se prolongó hasta siempre. Murió en su sueño. Y al menos ésa es una muerte justa y noble para alguien así.

Mi abuela es cada día más sabia. Recuerdo con frecuencia las cosas que decía, los consejos, la visión de una mujer ignorante, bastante zarandeada por la vida, pero que de todo había creado una sabiduría que sobrevive en sus nietos y sus bisnietos.

Doña Sofía no tenía más día para celebrarse que su cumpleaños. Por eso hoy quiero dedicarle este 8 de marzo. Mujer trabajadora madre de mujeres trabajadoras, con nietas trabajadoras y bisnietas trabajadoras que quizá algo aprendieron de lo que ella dejó.